domingo, 4 de abril de 2010

El guardián de Elantxobe

Elantxobe comenzó a poblarse en el siglo XVI, cuando un grupo de pescadores y mareantes de Ibarrangelua decidió quedarse a vivir en uno de los fondeaderos más seguros de la costa cantábrica, a los pies del cabo Ogoño, resguardado de los vientos del oeste, del noroeste y del sureste. Dos siglos más tarde, en 1783, acometieron la construcción de los muelles y de un puerto cerrado. Elantxobe floreció en el siglo XIX, cuando existían siete fábricas de escabechería y una de conservas y su población rondaba los 1.200 habitantes.
Las casas apiñadas en la falda de Ogoño se escalonan desde el puerto hasta el cementerio. Subiendo por la calle Mayor, enfrente del llamado Mirador de Tala, llegaremos hasta el camposanto, dejando a nuestra derecha la iglesia parroquial dedicada al patrón de los marineros, San Nicolás de Bari.
Bordean la calle Mayor viejos muros de piedra arenisca donde crecen numerosas plantas, llamadas rupícolas porque les gusta vivir en las paredes, en los muros o en los peñascales. Son muy comunes las hiedras, las parietarias, los ombligos de Venus y algunos helechos amantes de la luz (heliófilos) como los polipodios, cuyo fronde u hoja es muy lobulado. Llegada la primavera, presenta en el envés los soros, donde se protegen los esporangios, que generan las esporas reproductoras.Llegados al cementerio, tomamos a la derecha por un camino asfaltado, balizado como PR BI-65, que nos encaminará a la cumbre del monte Ogoño. Unos metros antes del caserío Olaeta Barrenengoa, giramos a la izquierda por un camino de hierba que bordea plantaciones de eucaliptos. Estos últimos, al igual que frutales como nísperos y limoneros, comunes en los caseríos de la comarca, nos recuerdan la benignidad climática de estas tierras fronterizas con el mar, donde raramente hiela. Las flores amarillas de las retamas cantábricas, que colonizan los taludes, rompen la monotonía de las plantaciones de pinos de Monterrey.
El sendero acaba en una pista de grava. La seguimos unos metros y, a nuestra derecha, sale un camino de tierra que se adentra en el encinar cantábrico. Aún es fácil constatar las cicatrices dejadas en el encinar por los incendios de 1989. Nos encontramos en una de las mejores masas forestales de encinas de Vizcaya, protegidas por la declarada Reserva de la Biosfera de Urdaibai.
Pronto aparecerá una bifurcación, marcada por una plantación de algunos robles americanos. Si tomamos a la derecha, llegaremos a la cumbre del monte Ogoño, de 305 metros, donde encontraremos un buzón montañero y unas magníficas vistas sobre Elantxobe, en la costa, y, hacia el sur, los otros encinares que bordean la ría de Mundaka, con sus ermitas de San Miguel y de San Pedro. A nuestros pies, en una escotadura de las calizas arrecifales que forman Ogoño, se refugian algunos bellos ejemplares de laureles de aromáticas hojas.
El otro camino sigue derecho y nos lleva a la cima norte (270 metros), al borde mismo del acantilado, sobre el que vuelan acrobáticamente las gaviotas patiamarillas, que en un número superior a cien parejas nidifican en este agreste acantilado.
El vértigo de la altura no nos impide admirar la belleza de los paisajes que contemplamos: la playa de Laga, la isla de Izaro o la bocana de la ría de Mundaka quedan en nuestra retina, inolvidables. Volvemos por el mismo camino, pero descendemos al cementerio por una pista de grava de fuerte pendiente.

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