miércoles, 7 de abril de 2010

Salto a ciegas, cascada de Gujuli

La cascada de Gujuli surge como si al mismísimo diablo se le hubiese escapado un brochazo gris por el que se despeña el arroyo Oiardo. A pesar que el salto del Nervión le supera en altura y caudal, el de Gujuli atesora características que producen entre sus visitantes sensaciones de cierto espanto y destemplanza al surgir repentinamente, de forma un tanto traicionera e imprevista en una zona de suaves lomas y tierras llanas.
Escondida al pie del puente de piedra por el que el ferrocarril Madrid-Bilbao cruza un tanto indiferente al peligro, la cascada de Gujuli –o Goiuri– aboca al abismo las aguas del arroyo. El centenar de metros de este impresionante escalón natural es un balcón privilegiado desde el que es posible divisar el valle por el que se pierde el Oyardo rumbo al Nervión. Allí, el arroyo, observado por una cruz que recuerda a los ausentes, llega encajonado en un canal de piedra y lagrimea por la pared su menguado caudal, en una especie de muerte voladiza. En su caída, las aguas forman una cortinilla líquida en la que se asean los pájaros al pasar. Al pie de la cascada, una pequeña laguna de incierto color recoge pacientemente las aguas que le llegan en forma de una bruma blanquecina que refresca la entrada del valle.
A partir de ahí, el Oiardo, como el Guadiana, se esconde entre las piedras, tragado por la tierra, para no resurgir hasta unos centenares de metros más adelante, con ímpetus renovados. Salvo el grisáceo fondo del barranco por el que discurre el arroyo, todo el valle está cubierto de quejigos y hayas, revistiendo con una gama de tonos verdes toda la panorámica, en la que la vista puede perderse oteando uno de los mayores hayedos del norte peninsular. La cascada tiene varios miradores sustentados por poderosos y viejos árboles, que cuelgan casi en el vacío y envuelven al lugar de un cierto halo siniestro con sus enmohecidas ramas, como avisando sutilmente del peligro que acecha a sus pies. Unas decenas de metros aguas arriba, un antiguo molino restaurado retiene el líquido elemento mediante un pequeño dique en el pedregoso cauce del Oiardo, encauzándolo y poniéndolo a trabajar. El viejo molino da la impresión de que fuera abandonado repentinamente, pues todavía conserva sus aperos e ingenios y rezuma un cierto tufo a harina.
En una ladera próxima se alza la recoleta iglesia románica de Santiago Apóstol, algo dejada de la mano de Dios. El templo alberga a sus espaldas un pequeño cementerio casi oculto por la hierba que tamiza una treintena de nichos, que no han colgado el cartel de completo. En lo alto de su cuadrada torre se han criado un par de arbolillos que a modo de veletas, resisten impertérritos las embestidas de un aire que, a ratos furioso, azota las solitarias tierras de la campiña alavesa.

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