Frías es la ciudad con menos metros cuadrados de España y sin embargo es elegante y medieval, retrotrae a sus visitantes a una época de caballeros, de castillos a los que acceder a través de estrechas y empinadas callejuelas delimitadas por caserones de dos o tres alturas, que adosados en fila hacen piña cubriendo sus fachadas con un traje cosido a base de piedra de toba, entramado de madera y solana rematando el piso superior, alta costura arquitectónica que deleita vista y espíritu.
Frías es diminuta y bella, e invita a soñar. Asentada sobre un cerro en Las Merindades burgalesas, con el imponente pico Humión guardando sus formas, observa el transcurrir de siglos protegida por una burbuja del tiempo como si las horas no pudieran arrugar su piel maciza, exenta de evoluciones y velocidades. Hasta sus casas se burlan de los peligros del mundo y su avanzar arrebatado, desafiando la gravedad asomadas a la roca que durante años mantuvo firme sus cimientos, roca en la que excavaron bodegas donde conservar el txakoli que ocupó la actividad vinícola de sus vecinos hasta el pasado siglo.
Por alguna razón, la ciudad se detuvo en el Medievo. Un buen día se contempló en el espejo del río Ebro sobre el que se levanta el puente medieval que conectaba los puertos cantábricos con la meseta, y se vio hermosa. Para qué envejecer, debió preguntarse, y se plantó en ese antiguo esplendor ayudada por el abrigo de su muralla, construida en el siglo XIII con el fin de defenderla de intrusos y por la iglesia de San Vicente, ubicada en un extremo del cortado rocoso cuya portada principal se exhibe en el Museo de los Claustros de Nueva York.
Disfrutaremos además de la sombra que proyectan los conventos de San Francisco y el de Santa María de Vadillo, la iglesia de San Vitores o los molinos harineros; y sobre todo el porte regio del castillo, al que se accede a través de un puente levadizo para visitar lo que aún queda de sus antiguas dependencias, sus graneros, las estancias de servicio o la torre del homenaje desde donde la vista sobre el caserío muestra una atractiva silueta mientras la que se disfruta de los Montes Obarenes sobrecoge por su magnificencia natural, que convierte a este villerío en delicado envase de perfumada esencia.
Frías es diminuta y bella, e invita a soñar. Asentada sobre un cerro en Las Merindades burgalesas, con el imponente pico Humión guardando sus formas, observa el transcurrir de siglos protegida por una burbuja del tiempo como si las horas no pudieran arrugar su piel maciza, exenta de evoluciones y velocidades. Hasta sus casas se burlan de los peligros del mundo y su avanzar arrebatado, desafiando la gravedad asomadas a la roca que durante años mantuvo firme sus cimientos, roca en la que excavaron bodegas donde conservar el txakoli que ocupó la actividad vinícola de sus vecinos hasta el pasado siglo.
Por alguna razón, la ciudad se detuvo en el Medievo. Un buen día se contempló en el espejo del río Ebro sobre el que se levanta el puente medieval que conectaba los puertos cantábricos con la meseta, y se vio hermosa. Para qué envejecer, debió preguntarse, y se plantó en ese antiguo esplendor ayudada por el abrigo de su muralla, construida en el siglo XIII con el fin de defenderla de intrusos y por la iglesia de San Vicente, ubicada en un extremo del cortado rocoso cuya portada principal se exhibe en el Museo de los Claustros de Nueva York.
Disfrutaremos además de la sombra que proyectan los conventos de San Francisco y el de Santa María de Vadillo, la iglesia de San Vitores o los molinos harineros; y sobre todo el porte regio del castillo, al que se accede a través de un puente levadizo para visitar lo que aún queda de sus antiguas dependencias, sus graneros, las estancias de servicio o la torre del homenaje desde donde la vista sobre el caserío muestra una atractiva silueta mientras la que se disfruta de los Montes Obarenes sobrecoge por su magnificencia natural, que convierte a este villerío en delicado envase de perfumada esencia.
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